Los pasillos del Foreign Office están decorados con una serie de murales de contenido racista e imperialista realizados, a principios del Siglo XX, por el pintor londinense Sigismund Goetze. David Wearing analiza para The Guardian el vergonzoso legado que representan, en el contexto de la crisis política desatada por la repercusión en Gran Bretaña del asesinato de George Floyd y el desarrollo del movimiento Black Lives Matter.
Por David Wearing*/ The Guardian-
El movimiento Black Lives Matter obliga a Gran Bretaña a confrontar su historia imperial. La secretaria de Asuntos Exteriores en la sombra, Lisa Nandy, ha llamado la atención sobre una serie de murales en exhibición en el Foreign Office (FCO)1. Los murales representan, en palabras del historiador estadounidense Alexander Mirkovic, «el mundo racial» del imperio británico, con los anglosajones viriles y heroicos enseñoreados sobre infantilizados sujetos colonizados.
Nandy le preguntó al secretario de Relaciones Exteriores, Dominic Raab, si esta sigue siendo la cara que Gran Bretaña quiere mostrar a los dignatarios visitantes. Pero al igual que con el debate actual sobre las estatuas, lo que está realmente en juego aquí no son las relaciones públicas o si son causantes de ofensas, sino las formas en que el pasado imperial moldea a nuestro presente persistentemente racista. Los murales de FCO expresan un sentido chovinista del yo colectivo y un sentido despectivo de los demás, que nuestra clase política nunca se ha sacudido realmente, y que todavía influye en el discurso dominante sobre las relaciones exteriores británicas.
Él trabajo más significativo sobre este tema fue producido por el académico palestino Edward Said, cuyo análisis de los textos europeos de los siglos XIX y XX sobre Oriente Medio reveló un hilo común de racialización. El Oeste se presentaba constantemente como ilustrado, racional y moralmente respetuoso, en contraste con un Este atrasado, irracional y deshonesto. Fue a través de la producción y reproducción de tales mitos que la élite europea pudo convencerse de lo correcto de sus esfuerzos imperiales.
Después de la primera guerra mundial, justo cuando se completaban los murales del FCO, Gran Bretaña tomó el control de Irak, Palestina y Transjordania (ahora Jordania) bajo el mandato de la Liga de las Naciones. La Liga justificó esto con una conveniente narrativa que refleja la de los murales. Estos territorios estaban «habitados por pueblos que aún no podían sostenerse por sí mismos», lo que significa que su «tutela … debería confiarse a las naciones avanzadas que, en razón de sus recursos, su experiencia … pueden asumir mejor esta responsabilidad».
El pueblo de Irak, sede de algunas de las primeras civilizaciones humanas, evidentemente sintió que ya estaban bien preparados para «mantenerse solos» y rechazó el altruismo de los británicos. Se produjo un levantamiento popular, que fue sofocado por el bombardeo de aldeas rebeldes por la Real Fuerza Aérea, presidida por el entonces secretario de guerra, Winston Churchill. Aquí se puede trazar una línea clara, conectando el racismo de la clase dominante británica con la violencia estatal indiscriminada inherente a su proyecto imperial.
Ochenta años más tarde, Irak estuvo nuevamente sujeto a una cruda ocupación geoestratégica envuelta en la autosatisfacción occidental. Dentro de la élite británica, el debate sobre el caso guerra se vio constreñido dentro de parámetros ideológicos familiares: un Oeste virtuoso y progresivo que aborda las amenazas que emanan de un mundo árabe celoso y atrasado.
La idea de que un régimen Baaz arruinado por los bombardeos y las sanciones representara una gran amenaza para las potencias occidentales era tan absurda como la sugerencia de que esas mismas potencias, que durante mucho tiempo facilitaron la dictadura en la región, ahora tenían una misión seria para promover la democracia. Pero una vez más, la perspectiva imperial clásica desempeñó su función vital, protegiendo la modestia de lo que de otro modo habría sido un acto desnudo de agresión occidental.
Mientras tanto, la «guerra contra el terror» más amplia fomentó una islamofobia moderna que se basó profundamente en estos temas de larga data, con una narrativa de «choque de civilizaciones» que reanima las caricaturas identificadas por Said. Este refuerzo del machismo occidental y la deshumanización de los pueblos de Oriente Medio sobrevivió a la guerra contra el terror y continúa contaminando nuestras relaciones exteriores hasta nuestros días. El mismo fanatismo europeo que dejó a miles de migrantes ahogados en el Mediterráneo fue utilizado con gran eficacia por la Leave Campaign en el período previo al referéndum del Brexit.
Se puede establecer una comparación particularmente reveladora en la reacción de la clase política británica a las guerras en Siria y en Yemen. En el primer caso, un vigoroso debate se enmarcó en términos de si Gran Bretaña debería acudir al rescate o no, y el hecho de no hacerlo provocó una crisis de identidad nacional sobre el descuido del supuesto papel histórico de Gran Bretaña. La guerra en Yemen, en contraste, donde las atrocidades han sido abrumadoramente llevadas a cabo por nuestros aliados con nuestra ayuda, se ha encontrado con virtual silencio.
¿Cómo podemos explicar la abrumadora indiferencia de Gran Bretaña en la guerra en Yemen, donde su profunda complicidad en el asesinato indiscriminado de miles de personas a través de los bombardeos y el hambre debería ser un escándalo nacional? Puede ser que nuestra psique política tenga problemas para procesar una instancia en la que Gran Bretaña pueda no ser tan bien intencionada y benigna. O tal vez es un caso más simple de vidas marrones que no importan, a menos que puedan ser usadas como elenco de apoyo en historias de heroísmo nacional.
Una vez más, el problema aquí no son las palabras e imágenes «ofensivas», sino los fundamentos ideológicos de la violencia estatal contra los «otros» racializados. Esa ideología, ejemplificada en los murales del FCO, tiene sus raíces en los siglos de imperio que dieron forma a la Gran Bretaña moderna y su relación con el resto del mundo, especialmente el Sur global. La tarea urgente ahora es exponer y confrontar ese legado, y luego desmantelarlo.
* David Wearing es profesor de relaciones internacionales en Royal Holloway de la Universidad de Londres, y autor de AngloArabia: Por qué la riqueza del Golfo importa a Gran Bretaña (2018).
1 Los murales a los que se refiere el artículo son obra del pintor británico Sigismund Goetze, realizados entre 1912 y 1921, y decoran las escaleras del edificio del Foreign Office en Londres.
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