Cuento: «Un giro extraño»

Por Hernán Ocantos*

No sé si esta historia me la contaron o me pasó a mí, pero ocurrió más o menos así. Para presumir de cierta comodidad narrativa, vamos a suponer que fui yo el protagonista. No estaba triste, me sentía sin estímulos, ganado por un silencioso desgano, si se me permite el juego de palabras, pero no estaba triste. No me sentía ni bien ni mal. Mi vida transcurría por carriles tan cómodos que me aburrían. Estaba solo, sin amigos, sin pareja. Verano. Salí de casa y me fui a tomar una cerveza a una de esas cervecerías horribles, llenas de gente gritando por sobre la música tan fuerte y tan horrible como la decoración y el maíz tostado que te sirven para acompañar los brebajes. Algunas de las cervezas también son horribles. Me pedí un vaso de esos que ahora llaman “pinta”. Pero para
mí va a ser siempre un vaso. No sé por qué no le dicen vaso, como esos que se tomaba mi abuelo en el bar de borrachines en Pompeya. Él se acercaba al estaño del mostrador y se pedía un vaso de vino cargado al ras y el sifón de soda para ir recargando. Y salía tambaleándose como si pisara maples de huevos, habilidad que también se hereda. Ya verán.

Volvamos a la cervecería. Le pedí una pinta a la chica detrás de la barra, tuve que alzar la voz como si le estuviera gritando al 4 de Huracán desde lo alto de la popular. Y se lo tuve que repetir:


—¡¡¡¡¡Una honey beer!!

A la quinta de esas tuve que ir al baño. Había que subir escaleras que no parecían tal cosa, parecían unos peldaños acolchados con alfombras de miel. Me balanceé un par de veces chocando contra las paredes para enderezar mi tránsito, tuve que subir el mismo escalón un par de veces porque mi pie se empeñaba en quedarse en el anterior, hasta que finalmente llegué a las puertas del cielo de la orina. Pero no pude ingresar al baño destinado a nosotros, los varones. Una voz melódica y
melodramática se colaba a través de la puerta de vidrio del baño de mujeres por entre el ensordecedor “She’s so cold” de los Stones. “She’s so cold cold cold, like an ice cream cone”, dijo Jagger y me llenó de dudas. Pero la voz era de una mujer, eso era innegable y venía detrás de la puerta del baño de mujeres, eso también era innegable. Gritaba la voz, no gritaba, era vehemente como decía mi amigo Héctor. Vehemente, firme y dorada. No, dorada no, era de bronce. Ya no tenía
dudas acerca de la voz. Era un diálogo lo que provenía desde adentro del baño de chicas, un monólogo mejor dicho porque no había respuestas, o es que yo no podía escuchar las respuestas.

“Seguro está sola, de lo contrario alguna otra señorita acudiría en su socorro” creo que me dije con palabras parecidas. Entonces, envalentonado por el último trago de la quinta cerveza abrí la puerta, así, de un manotazo y la vi. Morocha, pelo largo ondulado por debajo de los hombros, jean ajustado celeste, remera blanca con The Ramones en negro, bastante ajustada, dejando imaginar unos pezones rígidos y todavía jóvenes. Estaba apoyada sobre sus muslos mirándose al espejo ymdiscutiendo, sola, un poco enojada, como si se estuviera reprochando alguna querella lejana. La mina desvariaba. Me vio y no me habló enseguida, demoró pero me contó toda su historia. Terrible historia. Me la contó y el tiempo se detuvo en ese baño con olor a pis, a menstruación y a desodorante de chica. Digo que se detuvo porque sus treinta y pico cupieron en su relato y nadie entró para interrumpirnos. No pude evitar dejar de mirarla a los ojos y me di cuenta de que los movía un giro extraño. Antes de besarla le pregunté si quería tomar otra cerveza y me dijo que sí.

Nos fuimos a mi casa cordoneando las gomas del auto entre vaivenes de hormonas borrachas. Se sentó en un rincón, en el piso. Yo en el sillón me puse a tocar la guitarra, para ella me la puse a tocar. Un tango le toqué, creo que uno de Maderna y sin decirme nada se desvistió tirada en ese mismo rincón.
—Me voy.
—Bueno.
—¿Tenés un aerosol?
—Atrás de ese balde.

Le dije a punto de saberla inolvidable. La acompañé hasta la puerta, me dijo esperá acá y caminó unos pasos, sacó el aerosol (no sé si dije que era violeta) y dibujó un corazón tembloroso en el piso.

Se acercó, pasó su lengua por mis labios, me dijo chau y se fue. Estuve casi dos días sin salir de la cama. No entendía bien si había sido real lo que había pasado.
Me tomé unos mates intentando mantener la calma pero, vamos, en tales circunstancias nadie puede mantener la calma. Ni siquiera sabía su nombre, ustedes dirán “qué boludo, no le pidió ningún dato para volver a verla”. Claro que lo hice, pero no me acuerdo bien si me lo dijo, o me lo dijo y se desdijo, o me lo dijo y después me dijo dos o tres nombres diferentes. ¿Existía la morocha? Claro que existía, todavía era capaz de oler sus piernas, sus tetas firmes, su lengua ácida, sus manos y sus uñas de acupuntura sobre mi pecho. ¿Existía? Busqué marcas en mi cuerpo no vi ninguna. ¡El aerosol! me grité como si de pronto una sordera mental me hubiese abandonado. Corrí hacia la puerta y ahí estaba. El corazón violeta con temblor de aerosol.

Desde ese día volví a la cervecería todas las noches y la invité a tomar una cerveza aunque frente a mí tan solo una sombra oscura me respondía con palabras mudas de tangos instrumentales. Así estuve durante casi un año, largo año con sus estaciones repetidas. Hasta que una noche volví a escuchar el riff de aquel tema “I’m so hot for her, I’m so hot for her, I’m so hot for her, and she’s so cold”. Con los últimos destellos de cordura subí las escaleras hacia el baño siguiendo el mismo ritual de tambaleos y peldaños dubitativos de un año atrás. Me detuve
frente a la puerta del baño de mujeres y escuché, o creí haber escuchado el mismo diálogo bajo la misma voz de bronce de aquella otra noche de verano. Una vez más dudé, dudé si la voz provenía desde adentro del toilette o si provenía de mi cabeza o si provenía de la voz de Mick Jagger. No dudé en empujar la puerta y meterme.

Al rato intuí que alguien, acaso una chica o un chico a punto de beberse su sexta cerveza de la noche, desde afuera del baño oía mi desafinado diálogo entre mi voz de bronce y mis silenciosas respuestas. Me miré una vez más al espejo y me di cuenta de que a mis ojos los movía un giro extraño. Y ahí caí en la cuenta de que ese giro extraño no era producto del alcohol, ni de un ácido, ni de la paranoia, ni de la locura, ni de los tangos mal tocados. El giro extraño era el amor.
Salí de la cervecería y me puse un tango, otro, en los auriculares. Necesitaba buscar un aerosol, otro, violeta también, tal vez encontrara a alguien que me prestase uno .

* Docente del ENAM y del Mariano Acosta. Autor de la novela El secuestro de Oscar Martínez.

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