Por Lisbeth Moya y Frank García Hernández, desde La Habana, cvlis.blogspot.com y Estación Finlandia/
Frank abrió el refrigerador ruso con una sola mano, sin dejar de mirar el televisor KRIM218 en el que Bolek y Lolek se divertían. Buscaba el yogurt que estaba acostumbrado a tomar mientras veía Los Muñequitos. Era el momento en el que cesaba la algarabía infantil y las niñas y niños de toda Cuba se sentaban hipnotizados delante de la pantalla para disfrutar su media hora de dibujos animados, porque de seis y media a siete de la tarde era el único momento donde podían verlos. Aunque también a las siete ponían una serie de animación: David el gnomo, El juez Klaus o Barner y Flappy. Solo en el canal 6: Cubavisión, porque el canal 2, Telerebelde, era casi todo de deportes, cosas políticas y discursos de Fidel. Solo dos canales. Sin DVD, computadoras, ni pendrives con más muñes.

La abuela compraba en la tienda por solo un peso cubano, dos o tres botellas de un litro de yogurt cada semana. Al que estaba usando, le quitaba la tapa de papel metálico, y le ponía una roja de plástico. Ahora, Frank veía que la botella de la tapa roja no estaba en el lugar de siempre: la puerta del refrigerador. Le preguntó a la abuela por el yogurt, la abuela hizo un gesto con la mano que indicaba que no había y en el rostro se le veía la incertidumbre de cuando algo no regresará. Era 1989. Para siempre, Frank tendría ese momento como el inicio del Periodo Especial.
“Y si algún día, despertáramos y viéramos que en la Urssssssss hubiese una contienda civil, o lo que es peor, que la Unión Soviética desapareciera ¡cosa que no deseamos que suceda!”. Era el 26 de julio de 1989 y Fidel daba ese discurso raro. Frank no entendía. Se recordaba sentado frente al KRIM 318, viendo un desfile militar en la Plaza Roja, con tanques, muchos tanques, como el que él tenía, que cuando se movía soltaba chispas por el cañón, como si estuviera disparando. Un tanque con la bandera de Checoslovaquia que le gustaba mucho, porque era una mezcla de la cubana con la chilena. Pero sin estrella.
Al final del pasillo del edificio de Frank, Maité, con su peinado afro alborotado y tres años más que su pequeño vecino, regresaba del puesto de frutas con las manos vacías, porque ya no había uvas, ni manzanas de las que costaban menos de veinte centavos. El padre de Maité tampoco traería esa noche el cartucho de pescado ahumado que tanto le gustaba. Hasta los días de hoy, Maité no volvería a probar el pescado ahumado, ni a comprar cinco manzanas por un peso, porque ahora la caja de salmón ahumado cuesta más de treinta dólares.
Cuando empezaron los apagones de 8 de la noche a 5 de la mañana, los niños salían a jugar al pasillo. Durante horas, la gente espantaba los mosquitos con cualquier trapo, alumbrados por una lámpara de luzbrillante: el nombre popular que el cubano de a pie le había puesto al combustible de marca Luz Brillante, un recuerdo traicionero de la época capitalista. Para Frank y Maité la oscuridad era una perfecta cómplice. Corrían en libertad, mientras las familias de ambos se dedicaban a contarse chismes y preguntarse cómo la Unión Soviética desapareció sin que ellos un día amanecieran y se enterasen de que en la Ursssss había una contienda civil.
En el medio del pasillo público del edificio, la vecina Mirtha, la flaca, no hablaba de la Urssss ni oía discursos donde Fidel pronunciaba con fuerzas las consonantes cuando quería darle importancia a una frase. Mirtha oía Radio Martí: la radioemisora que llegaba desde Miami para “liberar” a Cuba, e incitar a que los cubanos huyeran en balsas a Miami; pero Mirtha nunca se fue “pal Norte”, como sí otros que habían tenido hasta el otro día el carnet del Partido Comunista. Mirtha, casi en ropa interior, junto a toda su familia, sacaba las colchonetas para el medio del pasillo del edificio, porque su casa era muy pequeña y vivía allí con su esposo y tres hijos. Entre ellos, Yasser que también jugaba con Frank y Maité, pero que no tenía casi juguetes, y el padre no le dejaba andar mucho con niñas, por lo que Yasser solo podía salir a correr al pasillo si estaba Frank. Después, Yasser siguió jugando solo con hombres. Cuando años más tarde su padre murió y ya nadie se preguntaba por qué se cayó la Unión Soviética, Yasser se sintió homosexual.
La mejor amiga de Maité era Deyanira. Cuando los mercados se vaciaron, a Nancy, la mamá de Deyanira, no le importó por qué desapareció la Urssss y protestó y culpó a Fidel y todos sus discursos juntos porque no tenía cómo alimentar a su familia. Desde ese momento se convirtió en una opositora.En los apagones Maité traía para jugar su cartero ruso de cuerda, una naranja metálica que sacaba la lengua y que en realidad era una alcancía, y su oso de peluche gris. Frank se aparecía con El Libro de las Banderas para dibujarlas con lápices chinos sobre unos papeles escritos por una cara y colorearlas con unos creyones que sus tíos le habían traído de Angola cuando regresaron de la guerra.
Frank, sin saber que la palabra existía, le daba clases prácticas de vexilología a Maité, Deyanira y Yasser. Desde los cinco años él se sabía todas los pabellones nacionales de memoria, porque le gustaban mucho y porque su tío Luis le explicaba qué quería decir la bandera roja de la hoz y el martillo, «con la que Lenin había hecho la Revolución de los bolcheviques y a la que Trotski y Gorbachov habían traicionado y Stalin honrado y salvado del fascismo».
La madre de Maité, en cambio, no se preocupaba de qué color era la bandera de Eslovaquia ni cuál habían izado los rusos cuando dejaron de ser soviéticos. Lo que le preocupaba al acostarse a dormir, eran las mil maneras de hacer un charangón: un plato en el que mezclaba arroz, legumbres, algún diminuto trozo de carne y condimentos, para ahorrar un poquito de esto y aquello y poder alimentar más o menos a su familia. En Cuba se tuvo que contaminar el socialismo de turismo para que los cubanos no practicaran canibalismo, y la poca carne que había, una parte era para repartirla a través de la libreta de racionamiento y la otra para los turistas que traían las divisas para comprar más carne.
En la casa de Frank tenían buena suerte porque en 1990, durante 40 días, su abuelo Guillermo había visitado los Estados Unidos y no solo le había traído El Libro de las Banderas. Las hermanas de su abuelo se fueron todas a Norteamérica cuando la Revolución verde olivo se convirtió en roja y Guillermo se quedó solo, con la bisabuela de Frank –la suegra-, la abuela de Frank –la esposa- y la madre de Frank –su hija-, que había nacido en medio de la Crisis de los Misiles, mientras él estaba en las la Isla de Pinos, esperando una invasión norteamericana, sin importarle que los cohetes nucleares pudieran caer en las ciudades donde vivían sus hermanas. Porque aquí la cosa era de que venciera el pueblo o se muriese la gente “¡y con esos fusiles entonemos el himno nacional!”.
Las hermanas lo volvieron a invitar en 1992, pero estaba vez por seis meses, querían que trabajara en la cadena de dulcerías que ellas con sus esposos, a modo de matriarcado, habían construido en el frío Conneticutt. Frank no olvida que cuando su abuelo regresó en 1990, su madre se le colgó al cuello llorando y le dijo que aquí no había nada, ni mantequilla.
Por eso, las hermanas querían que se quedase del otro lado, para que Guillermo también tuviera su propia dulcería e hiciera dobos, dulces de línea húngara, rellenos de mantequilla dulce. Pero Guillermo no había sido del Movimiento 26 de Julio por gusto. “Esta isla es demasiado digna para ser tan pequeña”-profetizaba Sergio en Memorias del subdesarrollo– pero el abuelo se volvía a montar en el avión de regreso a su Habana, porque su vida no hubiese valido la pena si se quedaba.
Él había cargado en la multitud el féretro de Chibás, había sido amigo de Juan Manuel Márquez, vio cómo le mataron a su amigo Manolito Aguiar y se salvó porque triunfó la revolución, más que por su Colt 42. Guillermo había matado a un cura en un cementerio de Girón, porque cuando se acabó el desembarco mercenario, aquel hijo de Dios se atrincheró con una ametralladora «browinpuntotreinta«, y en el Escambray disparó tanto con su fusil FAL de fabricación belga, que se quedó tartamudo. El hambre que se pasaba en Cuba en los años 90, no lo iba a quebrar.
En la casa de Maité no había mucho, pero en la casa de Deyanira, la hija de Nancy, había menos, porque Nancy había roto con el sistema y no la querían en ningún trabajo. Maité sabía que su amiga Deyanira y su mamá se quedaban sin comer muchas noches. Por eso, cada vez que Maité llevaba comida para su tío Juan, que estaba enfermo y vivía solo, le decía a su madre que le pusiera un poco más de charangón, para pasar primero por la casa de Deyanira y dejarle la mitad, que no era mucho, pero gracias a eso Deyanira no se acostaría con el estómago vacío y tendría fuerzas para salir a jugar.
Cuando Maité quiso tener una mascota, sus padres no paraban de pensar en qué comería aquel animalito. Por eso decidieron comprarle un pez: un goldfish. Como no había dónde comprar peceras, lo pusieron en una de las gavetas del enorme refrigerador ruso de la casa, roto y vacío por desniveles de tensión eléctrica, que sucedían cuando se cortaba la electricidad y comenzaban los apagones de doce horas. De modo que, el Minsk se convirtió en el nuevo hogar del goldfish. Entonces, era común ver a Maité, gaveta en mano, en medio del pasillo, presumiendo de su pez. Frank también quiso tener una mascota, y como su abuelo no lo dejaba, visitaba al gato del tío Luis, pero una vez le cortó el bigote a lo Hitler para jugar con el felino y los soldados plásticos a la Segunda Guerra Mundial, y el gato desapareció.
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