«Evita» por Luis Brunetto

Un nuevo aniversario de la muerta de Eva Perón. Más allá del mito, la de Evita es una figura preñada de interpretaciones políticas. Su imagen, por ejemplo, alimentó en los ’70 el sueño revolucionario de una izquierda peronista que la ubicaba alla sinistra de Perón. Pensada su función como instrumento de control político sobre las masas, el liderazgo de Evita dentro del propio dispositivo peronista evolucionó, sin embargo, para elevarse al mismo nivel de prestigio que el del propio general. Un «bonapartismo binario», en el que Evita pasó a representar contradictoriamene la presión clave de la clase trabajadora sobre la dirección burguesa del peronismo, sostiene el autor en esta nota publicada originalmente en el N° 134 de la Revista Sudestada.

Por Luis Brunetto/

Hace muchos años, creo que en el diario La Voz o en la revista Fierro, Juan Sasturain publicó un poema que se llamaba Evita, de evitar. No recuerdo su contenido, pero creo estar seguro de que ese título me hizo cobrar conciencia de lo que connotaba aquel nombre verbo. Puede sonar tonto, pero lo que yo, a mis quince o dieciséis años, me pregunté estimulado por aquel título revelador fue, simplemente, si Perón había evitado la patria socialista. Es decir, si la consigna que años atrás, siendo un niño de menos de diez años, había escuchado corear a las multitudes movilizadas por Montoneros, no ocultaba un significado siniestro.

Lo que aun no me atreví a preguntarme, teniendo en cuenta mi propio fervor peronista de entonces, fue si Evita también había sido una pieza en ese mecanismo evitador. ¿Qué papel había jugado la compañera del general en la estructuración del movimiento peronista a la hora de contener a las masas y, valga la redundancia, evitar que rebasaran ciertos límites? Es esa connotación implícita en el nombre de quien fuera la principal mujer política de la historia de nuestro país y una de las más trascendentes de la historia mundial contemporánea, la que este trabajo de tono ensayístico pretende poner en discusión. 

Teniendo en cuenta los resultados históricos generales del proceso peronista, la respuesta parece fácil. El peronismo, en sus distintas versiones ha sido un instrumento de control de las masas y Evita jugó en su conformación un papel fundamental. Era la esposa de Perón, el nexo con ellas, la que los exhortaba al orden cuando era necesario apelando a su carácter de paladín de los trabajadores, etc. Pero, entonces: ¿es total y absolutamente falsa, carente de bases en las que apoyarse, la pretensión setentista de la izquierda peronista en el sentido de apoyarse en Eva, en su prestigio y en su autoridad, para construir una tradición política a la izquierda de Perón, en polémica con él, y dispuesta, apelando al nombre verbo, a ir más lejos de lo que el jefe estaba dispuesto a ir?

Bonapartismo y nacionalismo burgués

El rasgo decisivo del bonapartismo es la elevación de un hombre a la condición de jefe supremo, indiscutible e infalible de una Nación. Tal jefatura se encuentra fuera de la crítica y de los condicionamientos de los grupos y personas que la integran gracias a su capacidad para aparecer como árbitro entre las clases, por encima de ellas. El fenómeno bonapartista se produce como resultado de crisis políticas y choques de clase furiosos, pero en los que la relación de fuerzas entre las clases impide la victoria de una sobre otra. De ellos emerge un líder capaz de poner orden en el caos y de concentrar el poder en sus manos, poder que es producto en realidad de las condiciones de la crisis misma, pero que parece emanado del talento, carisma e inteligencia del líder.

El concepto, como se sabe, proviene del análisis de Marx acerca del ascenso al poder de Luis Bonaparte, análisis en que se investiga el modo en que este mecanismo pone fin a las luchas abiertas por la revolución de 1848, permite restaurar el orden burgués y dar paso al dominio definitivo de la burguesía francesa. Procesos similares encontramos en los orígenes del fascismo y el nazismo, así como en los del resto de las dictaduras contrarrevolucionarias que atravesaron la Europa en la primera mitad del S. XX como respuestas a la oleada revolucionaria de los ´20. Trotsky también lo aplicó al proceso de surgimiento del stalinismo y, más tarde, al gobierno cardenista en México. Gramsci, para evitar la censura fascista que identificaba el término con el pensamiento marxista, lo llamó “cesarismo”.

El bonapartismo es un mecanismo de liderazgo político producto de la incapacidad de las clases sociales y sus herramientas políticas “normales”, los partidos, para resolver sus choques a través de esos instrumentos, pero puede ser portador de diferentes contenidos históricos. Gramsci afirma:

El cesarismo es progresivo cuando su intervención ayuda a las fuerzas progresivas a triunfar (…) César y Napoleón I son ejemplos de cesarismo progresivo; Napoleón III y Bismarck de cesarismo regresivo. [1]

Trotsky, por su parte, también plantea, en su análisis del gobierno del general Cárdenas, la posibilidad de bonapartismos progresivos, a los que denomina sui generis. El bonapartismo  reaccionario, propio de las sociedades capitalistas avanzadas, tiene su origen en la incapacidad de los partidos orgánicos (usando el concepto de Gramsci) para resolver una crisis revolucionaria en uno u otro sentido; el bonapartismo sui generis, es un producto del insuficiente desarrollo de las estructuras partidarias tanto de las clases dominantes como de la clase obrera, que refleja a su vez el desarrollo atrasado de la estructura económica desde el punto de vista capitalista.

El segundo es, por supuesto, el caso que nos ocupa. El bonapartismo sui generis es la expresión organizativa y política del nacionalismo burgués, en tanto este punto de vista ideológico, para transformarse en tendencia política real en un país atrasado no tiene más remedio que aliarse a la clase obrera. Como se sabe, los partidos representan clases, no alianzas de clases, pero la debilidad de la pequeña burguesía intelectual, base social del nacionalismo burgués, le impide formar un partido propio capaz de elevarse por sí mismo a la dirección revolucionaria de la Nación. El movimiento bonapartista suple estas deficiencias de la clase a la que representa, permitiendo capitalizar la fuerza social y política del proletariado y a la vez conservar la dirección política en manos de la jefatura bonapartista.

La experiencia de nuestro país muestra que la incorporación de la clase obrera al nacionalismo burgués se realizó mediante una compleja operación política. Recordemos brevemente el proceso. Durante la crisis desatada por la caída de Perón y su virtual detención a principios de octubre del ´45, las masas obreras entraron en un proceso de agitación y movilización. Tal proceso no fue espontáneo, sino una combinación de la actividad de las masas con la acción de los dirigentes que, provenientes de la vieja guardia sindical de distintos orígenes ideológicos (anarquistas, socialistas, comunistas, radicales, sindicalistas), se habían aliado a Perón a cambio de concesiones sociales y a la actividad sindical. Tal elemento promovió las movilizaciones que finalmente desembocaron en la jornada decisiva del 17 de octubre. Un mes después, esos dirigentes fundaron el Partido Laborista, un partido de trabajadores al que Perón fue invitado a afiliarse y que canalizó el voto mayoritario al militar en las elecciones del 24 de febrero. Pero, una vez en el poder, Perón, apoyándose en su prestigio sobre las masas, promovió y logró su disolución, llamando a constituir el Partido Único de la Revolución Nacional, finalmente Partido Peronista, en el que pasó a ejercer la jefatura indiscutible.

Pero la voluntad de independencia política del movimiento obrero, que no desapareció nunca a lo largo de la historia del peronismo, tendría en aquellos momentos decisivos aun otro episodio para expresarse. A fines del ´46 debía renovarse la dirección de la CGT. Perón propuso a su ministro Angel Borlenghi, del gremio mercantil. Los ferroviarios, que ocupaban la dirección de la central desde tiempo atrás, propusieron a Juan Rodríguez, mientras que un grupo de sindicatos más pequeños propusieron al telefónico Luis Gay, el presidente del Partido Laborista disuelto por orden de Perón. Gay, con el apoyo de los delegados ferroviarios se impuso, mientras Borlenghi sacó apenas tres votos en el Comité Central Confederal. Era una reafirmación de la voluntad de mantener la independencia política. Perón montó entonces una maniobra completamente desleal y falsa para forzar la renuncia de Gay[2], hecho que marcó, al colocar en su reemplazo a Aurelio Hernández, el fin de la independencia política del movimiento obrero, y su incorporación duradera al dispositivo bonapartista del nacionalismo burgués.

La pérdida de la independencia política fue compensada por las concesiones materiales que la clase obtuvo, especialmente hasta 1949. Pero, tratándose de un fenómeno tan complejo, es evidente que tal “pacto” podía y debía ser reforzado por elementos de otro tipo, por instrumentos político ideológicos. Es en ese plano en el que operó la figura de Evita, y fue la base y la fuente contradictoria de su poder: por un lado, representante del control burgués sobre la clase trabajadora peronista pero, por el otro, perdidos el Partido Laborista y la CGT, garantía para la propia clase trabajadora de que el gobierno peronista nunca iba a perjudicar a los trabajadores.

Es esta “doble fuente” del poder de Evita la que va a sentar las bases de su itinerario político y, tal vez, de su tragedia.

La construcción de Evita: un bonapartismo binario

La construcción de la figura de Eva fue un mecanismo decisivo a la hora de reasegurar el control sobre la clase trabajadora.  Y esa construcción se apoyó en el mito de Eva organizadora del 17 de octubre. Hace ya varias décadas que sabemos que tal relato es absolutamente falso, que durante las jornadas decisivas de 1945 Evita apeló a lo que conocía y realizó gestiones “superestructurales” con el fin de lograr la libertad de su marido, que el propio Perón estaba dispuesto a aceptar el ostracismo político y que la movilización obrera sobre la capital fue un producto de la agitación y la organización de los dirigentes sindicales, apoyada en la voluntad de lucha de las bases obreras dispuestas a defender a toda costa sus conquistas. La imagen, desarrollada a posteriori, por el aparato de propaganda del régimen, de Eva en las puertas de las fábricas convocando a sus descamisados cumplió el papel de imprimir, en el trabajador, la idea de que Evita despertó a la clase a la hora de defender al hombre pródigo, aquel que había dado a los trabajadores el lugar que merecían y, ya se sabe, los obreros tienen más necesidad de respeto que de pan.

Pero este mito de origen resultó decisivo en un sentido más amplio, a saber: fue el capítulo inicial de un relato sobre el que se articuló la idea más general de que la clase obrera es hija del peronismo, y no el peronismo un producto de la clase obrera. El complejo proceso de entramado político y sindical mediante el cual un sector de las direcciones sindicales y las más amplias masas obreras construyeron una relación política con Perón que explica no sólo la victoria electoral de febrero del ‘46[3], sino las propias conquistas que los trabajadores obtuvieron trabajosamente a partir de 1944, fue borrado de un plumazo con el desplazamiento y la represión en el grueso de los casos, o con la cooptación en otros, de la dirección laborista y cegetista. Su lugar fue ocupado por el relato de Perón como benefactor magnánimo de la clase, y el de Eva como dinamizadora de las conciencias de una clase trabajadora dormida, necesitada de ayuda exterior para ponerse en movimiento y luchar por sus reivindicaciones.

Y aquí llega el momento de preguntarse: ¿Por qué el dispositivo bonapartista, en este caso, no se desarrolló alrededor de la figura exclusiva de Perón? ¿Es un producto del azar, o a lo sumo de una necesidad ubicada en el plano de lo político, el hecho de que, al lado del líder, surja una figura de una dimensión similar que, incluso, según algunos historiadores, llegará a opacarlo? ¿Existen razones históricas más profundas? En mi opinión, este liderazgo binario es un producto del enorme peso político y social de la clase obrera argentina, peso que exigía una división de tareas en el dispositivo bonapartista, a fin de preservar al líder de la presión directa de la clase. No olvidemos que, de hecho, Eva ocupó el lugar del que fueron desplazados el laborismo y la autonomía de los sindicatos: puede decirse, en cierto modo, que se hizo cargo de ese poder, creado por la propia clase con sus luchas de décadas.

Una estructuración similar se puede observar en el caso boliviano. Allí, el liderazgo de Páz Estenssoro compitió con el del líder de la COB Juan Lechín, y también allí, como en el caso argentino (sobre esto volveremos después), el conflicto por la candidatura a la vicepresidencia representó uno de los puntos más álgidos en la dinámica de la lucha de clases en el seno del movimiento nacionalista. Al lado del liderazgo burgués pudo desarrollarse un liderazgo que, independientemente del proyecto o las intenciones de Lechín, era un producto del poder obrero detonado por la dinamita con que los mineros insurrectos destruyeron al ejército burgués en 1952. No encontramos, en cambio, el mismo fenómeno en los nacionalismos mexicano o brasileño (Cárdenas y el segundo Vargas): en el primero, la base social del proceso revolucionario fueron los campesinos, incapaces de producir un liderazgo independiente duradero; en el otro, una clase obrera todavía débil en términos políticos, dispersa regionalmente y, por lo tanto, mucho más fácil de controlar. Lo mismo ocurre con los bonapartismos de los países avanzados: el bonapartismo clásico de Luis Napoleón no sólo se apoyó en el pequeño y reaccionario propietario campesino, sino también en la derrota del proletariado francés en 1848- 52; por su parte, tanto el fascismo como el nazismo se apoyaron en la pequeña burguesía urbana. Ninguno de ellos representó, como en el caso del peronismo o del MNR, alianza alguna de la burguesía o de sus representantes con una clase capaz de desarrollar un liderazgo alternativo y disputarle el dominio político y el predominio social de la Nación.

El carácter contradictorio del poder de Evita

La división de tareas de la que hablábamos comenzó a gestarse apenas asumió Perón la presidencia, desde las oficinas que Oscar Nicolini pusiera a disposición de Evitaen el Correo Central, y desde la que se sentarían las bases de la estructura que luego sería la Fundación Eva Perón. Por allí, además de los indigentes, desfilaban los dirigentes que ya no podían ser atendidos por el antiguo Secretario de Trabajo y Previsión ahora presidente, y pasaban a ser atendidos por su esposa. Fue así que Evita tejió la maraña que le permitió asumir el control del movimiento sindical, pero toda vez que ese poder no era el producto de una construcción propia, ella quedaba expuesta a la presión y a la obligación de satisfacer la demanda de su propietario “ausentista”, la clase obrera.

De aquí que su poder tuviera un doble carácter: eslabón del proceso de control de la dirección burguesa sobre la clase obrera y, a la vez, expresión del poder político y social potencial de esa misma clase. Por supuesto, y no debe ser subestimada, la Fundación Eva Perón le proporcionaba un poder económico y político de la mayor importancia, además de un contacto y un ascendiente sobre los sectores más marginados de la clase, pero tal poder no representaba nada en relación al que le proporcionaba el apoyo de la CGT de la cual, por otra parte, provenía el grueso del financiamiento de la Fundación. Si Evita creyó poder construir con ese instrumento un poder personal que la liberara de tener que apoyarse en los sindicatos no lo sabemos. Lo que importa es que eso era, en cualquier caso, imposible.

Hacia 1949, al agotarse el ciclo expansivo apoyado en el crecimiento del mercado interno, la necesidad de ejercer el control sobre las bases obreras y sus demandas se hizo evidente. Se inició un período de transición hacia una nueva política económica en la que la expansión del mercado interno vía aumento del salario dejaría de ser, en el esquema del gobierno, el motor del desarrollo económico. El salario, de regulador fundamental de la política económica peronista, pasará a transformarse en una variable regulada por las condiciones de la competencia en el mercado mundial. El peronismo abandonaba una política cuyo efecto objetivo era la mejora o, cuando menos, el mantenimiento de las condiciones de existencia de la clase obrera sobre bases capitalistas. Es decir: una política utópica, pero no “burguesa” en un sentido estricto, en la medida en que su sostenimiento en el tiempo era incompatible con el funcionamiento de la economía capitalista.[4]

Como señala Louise Doyon, no es casualidad que el derecho de huelga haya sido omitido en la Declaración de los derechos del Trabajador que integraba la Constitución de 1949[5]. Si en el período 1946- 47 se intervienen 6 sindicatos, uno sólo será por huelga; en el período 1948- 50, se intervienen 10 gremios, todos por huelgas excepto uno[6] El gobierno ya no intervino a favor de los trabajadores sino que, por el contrario, varias huelgas fueron reprimidas de uno u otro modo. La huelga azucarera de 1949, que finalizó con la intervención de la FOTIA, uno de los gremios más identificados con el gobierno peronista, es un ejemplo paradigmático en tal sentido. Esta situación hacía de la intervención de Evita un elemento imprescindible. Y esa intervención no sólo suponía la arenga a las bases, sino muy especialmente, la transmisión de un mensaje político a los propios cuadros sindicales, que justificara el mantenimiento del apoyo al gobierno. Esa es, por ejemplo, la finalidad de las siguientes palabras, pronunciadas en ocasión de una reunión con gremialistas:

Hay un problema que nos tiene especialmente preocupados: es el de la producción. Asimismo, hemos de considerar la consolidación de los dirigentes gremiales dentro de sus sindicatos, la cual no ha de basarse en una carrera desenfrenada hacia la obtención de mejores salarios, sino en la dedicación constante a sus tareas. Es necesario prevenirse, en este sentido, contra la acción de los comunistas, que emplean la demagogia para provocar exigencias desmesuradas.[7]

Tenemos, en este discurso, una prueba del poder de Evita sobre las direcciones sindicales. Es indudable que tal poder tenía un efecto y que funcionaba muy eficazmente para contener a los trabajadores y a sus dirigentes dentro de los límites del movimiento, pero también es verdad que ese control exigía una compensación cuyo costo conspiraba contra las necesidades de la política económica. Las palabras de Evita, su autoridad política, no bastaban para imponer límites definitivos a la acción de una clase que, lo supiera o no, era la verdadera fuente del poder de la “abanderada de los humildes”.

Veamos, por ejemplo, el caso de la huelga ferroviaria de  1950. Tal hecho ha quedado registrado en la memoria popular como una muestra del poder y la autoridad de Evita sobre la clase obrera. Ella recorrió las estaciones ferroviarias hablando con los obreros y logró, finalmente, que la huelga fuera levantada. Lo que la leyenda no dice es que, más allá del encarcelamiento de algunos dirigentes durante el conflicto, el paro se llevó puesto al secretario general de la Unión Ferroviaria, Pablo López, hombre de Evita, y al ministro de Transportes, el coronel Castro, que había intentado aplicar, en línea con la nueva política económica, criterios de ajuste en el ferrocarril. Además, los obreros obtuvieron un aumento salarial, aunque algo menor al que reclamaban originalmente. Evita obtuvo, a su vez, el nombramiento de un hombre suyo, el ingeniero Poggi, en el ministerio.

¿Representó el resultado de la huelga ferroviaria, pues, un menoscabo del poder de Evita? La respuesta es doble: en un sentido si y en un sentido no. Evidentemente, su poder de control sobre las masas se deterioró; pero en el sentido opuesto, su poder como representante de esas masas en la coalición nacionalista se incrementó. Fue ella, y no Perón, que era partidario de una salida represiva al conflicto, la que encontró una solución al problema.

Esa solución representaba un fortalecimiento del poder de los trabajadores en el seno del movimiento peronista, y del de Eva en tanto se asumiera como su representante dentro de él. Es que, independientemente de las consideraciones ideológicas acerca del pensamiento de Evita, de sus deseos y ambiciones, etc., el papel que le tocaba desempeñar en el dispositivo bonapartista del peronismo estaba sometido a la lógica y a la dinámica de la lucha de clases. Por más que la doctrina peronista hubiera proclamado su abolición, y tanto Perón como la propia Eva hubieran jurado haber hallado la m´ágica fórmula de su supresión, la rueda de la historia seguía girando y girando movida por el mismo motor de siempre.

La articulación binaria del liderazgo peronista, teniendo en cuenta su carácter de expresión de las condiciones de la alianza de clases en la que este se apoyaba, no podía más que terminar asumiendo una forma contradictoria, porque tal era su contenido social. El incremento del poder de Evita era imprescindible a los efectos de contener a las masas dentro de los límites del peronismo pero, paradójicamente, dependía de la acumulación de poder por parte de la propia clase trabajadora. Ese poder, cuyo punto de partida más inmediato y notable fue la movilización del 17 de octubre del ‘45, se había incrementado desde entonces  a pesar de los golpes a la autonomía política y sindical, y su expresión concreta era el poder de Evita dentro del gobierno y del movimiento. Esa acumulación debía volcarse en algún lado, encontrar su corolario en algún hecho político que implicara la ampliación del control sobre las instituciones del poder político nacional. Por eso, la explosión del mecanismo binario se produciría con el conflicto bastante conocido desatado alrededor de la candidatura de Evita a la vicepresidencia, impulsada por la CGT, y vetada por los militares.

Fue Perón el transmisor del veto. No podía ser de otro modo: los militares representaban, en la coalición peronista, a la burguesía del futuro, la burguesía nacional que el equipo nacionalista que dio el golpe del 4 de junio del ’43, pretendía crear. Ese equipo no podía admitir, no ya el predominio, sino siquiera la influencia de los trabajadores en un proceso que exigía, para ser contenido en los límites del capitalismo, estabilizarse. Y está claro que el veto no provenía del rechazo a su oscuro origen social ni a su pasado artístico. Después de esta frustración de agosto del ’51, la carrera política de Evita, a excepción de que apelara a las masas o avanzara en el camino de la ruptura del movimiento peronista, se hallaba definitivamente clausurada.

¿Evita, de evitar?

Volvamos a la pregunta inicial, que es lo que nos importa tratar de dilucidar. Recordémosla: ¿es total y absolutamente falsa, carente de bases en las que apoyarse, la pretensión setentista de la izquierda peronista en el sentido de apoyarse en Eva, en su prestigio y en su autoridad, para construir una tradición política a la izquierda de Perón, en polémica con él, y dispuesta, apelando al nombre verbo, a ir más lejos de lo que el jefe estaba dispuesto a ir? Creo que, en base al análisis hecho hasta aquí, la respuesta es un rotundo no. Como ya lo señalamos, más allá de las intenciones subjetivas y de las limitaciones ideológicas de Evita, su liderazgo en el dispositivo bonapartista del peronismo fue construido como instrumento del control burgués sobre la clase trabajadora para devenir en expresión del poder de esa clase.

Pero la ampliación de su poder la depositaba afuera del peronismo. ¿Qué futuro le quedaba dentro del movimiento, habiendo aceptado el rechazo a su candidatura? ¿Acaso no era esto un muy concreto gesto de autoridad, un límite infranqueable, impuesto por el ala burguesa, representada por los militares y por el propio Perón, uno de ellos? Por eso, contradictoriamente, la conclusión que debe extraerse de la experiencia de Evita es la de que el peronismo ya ha agotado su papel progresivo, y que nada se puede hacer dentro de él, o de sus girones…

En gran medida, esa fue la conclusión que, luego del fracaso (¿o la traición de Perón?) de la resistencia y del shock provocado por la revolución cubana, sacaron los representantes de la “primera” izquierda peronista. Peronistas de toda la vida, Cooke, los Rearte, los Villaflor, Armando Jaime, etc., se volcaron al marxismo aunque mantuvieron el barniz peronista. De Cooke, muerto en 1968, cansado de ofrecerle a Perón asilo en la Cuba socialista en lugar de la España franquista, no podemos adivinar el futuro, pero su viuda Alicia Eguren fue luego militante del FAS promovido por el PRT, al igual que Jaime. Los Rearte y los Villaflor formarían parte del Peronismo de Base, promotor de una “alternativa independiente de la clase obrera peronista”, en abierta ruptura con “la doctrina” y las 20 verdades. Ninguno de ellos compartiría el seguidismo de la “segunda” izquierda peronista, de los nuevos peronistas de FAR y Montoneros, al Perón del ’73.

De todos modos, aquel seguidismo encontraba en la masiva adhesión de las masas al peronismo una razón de ser, aunque fuera pan para hoy y hambre para mañana. La asunción de la identidad peronista fue, para esos grupos, un vehículo de contacto con la clase trabajadora, que les permitió capitalizar, aunque fuera momentáneamente, en forma de movilizaciones de centenares de miles, esa adhesión. Pero, si ya entonces, del derrotero político de Evita sólo en términos oportunistas podían extraer franjas de la izquierda la conclusión de la viabilidad política del seguidismo al nacionalismo, está claro que hoy, agotado cualquier rasgo de progresividad en el nacionalismo burgués, aquellas razones se vuelven simplemente excusas y pretextos para justificar el abandono de la tarea de construir una izquierda revolucionaria de masas.

[1] Gramsci, Antonio: Notas sobre la política y el estado moderno, Planeta Agostini, Barcelona, 1993, pág. 125.

[2] Una delegación de la central sindical norteamericana AFL- CIO llegó al país. Perón pidió a Gay que la recibiera para, luego del encuentro, acusarlo de estar al servicio de los EEUU. Fue el fin de la carrera sindical de Gay.

[3] En febrero del ’46 la fórmula Perón- Quijano se apoyó en dos estructuras legales: el recientemente creado Partido Laborista y la UCR- Junta Renovadora. En muchas provincias, por ejemplo Buenos Aires, se concurrió con boletas separadas pues no hubo acuerdos entre ambas fuerzas. La inmensa mayoría de los votos a Perón fueron, en tales casos, canalizados a través del laborismo. En El ’45, de Félix Luna, se reproducen los resultados electorales de todo el país (Ed. Sudmericana, 1971).

[4] Ver Brunetto, Luis: “Crecimiento y control salarial en la política económica peronista”, I Congreso Latinoamericano de Historia Económica, Universidad de la República, Montevideo, 2007.

[5] Doyon, Louise: “La formación del sindicalismo peronista”, en Nueva Historia Argentina. Los años peronistas (1943 1955), Tomo VIII, Buenos Aires, Sudamericana, pág. 377.

[6] Idem: Perón y los trabajadores. Los orígenes del sindicalismo peronista, 1943- 1955, Siglo XXI, Buenos Aires, 2006, pág. 313.

[7] Perón, Eva: Discursos completos. 1949- 1952, Editorial Megafón, Buenos Aires, 1986.

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