«Comunistas», por Leandro Germán

En la cultura política argentina, la atribución de intenciones comunistas a los gobiernos que se proclaman «progresistas», es un un recurso abundantemente explotado por la ultraderecha y el liberalismo. Pero, a su vez, los acusados de enemigos de la propiedad privada explotan en su favor los beneficios del mote , que les sube o les baja el precio, según las necesidades de la coyuntura política. En el contexto de un rebrote de una operación de tal tipo, en vísperas de movilizaciones «contra el comunismo», el Sociólogo Leandro Germán traza el derrotero del uso, por acusadores y acusados, de este recurso político en la Argentina postdictatorial.

Por Leandro Germán* para Estación Finlandia/

Como de Alberto, de Alfonsín se decía que era comunista. El “Alfonsín Colorado”, decía la revista Cabildo del abogado de Chascomús que había llegado a presentar pedidos de hábeas corpus durante la dictadura y que había sido abogado de presos políticos a principios de los ´’70. Y hasta algunos que conocían la biografía política de no pocos dirigentes del PRT decían que el alfonsinismo era el brazo político del ERP, algo que más recientemente, un invitado llegó a repetir en un programa televisivo oficialista durante el gobierno de Macri.

Como ahora, lo hacían minorías intensas, pero a las que algunos sectores del propio alfonsinismo se aferraban para darse lustre, porque el populismo son las ínfulas (el tercer movimiento histórico en los ’80, el pedido de perdón de Kirchner por los “veinte años de silencio” de la democracia sobre la dictadura en la ESMA, el 24 de marzo de 2004). Pero el populismo también es su desmentida: el “no tomamos la Bastilla” de Alfonsín en 1987, el “no bajamos de la Sierra Maestra” de Rafael Bielsa, candidato a diputado, en 2005 (un lustro antes de que Lanata chicaneara desde la tapa de Noticias con que sí pensaban que habían bajado de allí).

Porque lo mismo que el populismo, el antipopulismo – incluso el antipopulismo populista – oscila entre agitar el fantasma para subirse el precio, y denunciar la impostura. Alberto lo sabe, porque tiene edad para saberlo y para haberlo vivido en tiempo real, y porque fue un funcionario de segundo rango de esa administración, tanto como de la que le siguió.

La saga del comunismo de Alfonsín incluía un capítulo algo más refinado y puntilloso, el Alfonsín “gramsciano” de Rico y Seineldín. Casi dos décadas después, y acaso por aquello de que los liberales argentinos tienen un tío carapintada (lo cantábamos en los ’90), Mariano Grondona ubicaría dentro de las coordenadas del pensamiento del marxista sardo al gobierno de Néstor Kirchner, en una columna de La Nación titulada “Los setentistas, ¿ganaron o perdieron?”, publicada el 11 de abril de 2004, pocos días después del acto oficial en la ex ESMA. Algo así como el “Ganamos la guerra, perdimos la paz” de los propios militares enjuiciados veinte años antes.

Pocas veces Grondona se emparentó tan clara como involuntariamente con su propio pasado y con los artículos que firmaba como Guicciardini en Carta Política. Tan luego él, que en los ’90 había invocado el “pecado de omisión” y atraído en torno suyo a una miríada de progresistas de los medios (y no sólo de ellos). Una insólita “hegemonía cultural” de los vencidos, que los perpetuaba en la condición de vencidos pero que situaba imaginariamente a los derrotados en las coordenadas de su derrota como si estas no fuesen, como escribieron en diferentes momentos y registros Fogwill y Claudio Uriarte, las de su sometimiento, y como si su presencia allí no las definiera natural, fatal y definitivamente como tales. En el anacronismo incurrieron e incurren vencedores y vencidos, acaso porque su plano histórico es el mismo.

Por eso, Alfonsín y Kirchner son “gramscianos” y no comunistas sin más. Y más aún: ese anacronismo, que resulta de poner en el presente a los personajes del pasado tal como fueron entonces y no como son ahora y en el pasado a los personajes del presente tal como son ahora y no como fueron entonces (un quid pro quo de ida y vuelta en que al pasado le corresponden las figuras del presente y al presente las del pasado) es el sentido común del kirchnerismo y lo que el kirchnerismo ha consagrado como sentido común, aunque algo de ese sentido común lo preexiste y, de hecho, y también de alguna manera, lo propició.

Por eso lo más patético en el Grondona de 2004 era el final no “alarmista” (el “contrahaz” del gramscianismo – o de lo que se entiende por él): porque lo que Grondona imaginaba como posibilidad en el futuro en realidad ya se había realizado veinte años antes. Y por eso, porque cada uno es el complemento ideológico perfecto del otro y porque uno enarbola lo que el otro teme y ambos, lo enarbolado y lo temido, son pura vicariedad política (en primer lugar, de lo que se teme y se enarbola), y una y la misma cosa; el kirchnerismo prefiere tener como adversario al diario La Nación de cualquier época antes que a las columnas de opinión del autor de Los pichiciegos en El Porteño de la recuperación democrática o al Almirante Cero de los primeros 90, es decir, a la denuncia de que esa misma vicariedad no puede ser sino lo que es.

El del kirchnerismo es, con todo, un sentido común que hasta tiene sus “hijos de Agnelli” (¡y hasta al propio Agnelli!). Lo curioso del caso que que no pocos de los alfonsinistas habrían rechazado airadamente en los 80 el mote de comunistas (aunque algunos lo habían sido hasta no mucho antes), pero aceptado el de gramscianos, con la cortapisa de que lo que en los acusadores era incriminación, en los alfonsinistas era exoneración y autodefensa, y con la ironía cruel, además, de que fueran una cosa precisamente porque no eran la otra.

No sólo los marxistas se entretienen con la exégesis de sus propios textos. Cuando Alberto se declara alfonsinista, sabe que el título le sube el precio frente a una derecha reconciliada después de años con el juicio a las Juntas, pero se lo baja frente a los peronistas, que siguen odiando al alfonsinismo, aunque posiblemente por los mismos motivos equivocados de hace casi cuatro décadas. Gente como Sarlo opina que en el reconocimiento del alfonsinismo propio (y ajeno, pero a este último Sarlo no puede verlo, acaso porque siempre estuvo ahí – la historia de la democracia argentina es la historia de la universalización de una misma gramática política en diversas sintaxis – y acaso también porque Sarlo lo prefiera en otras encarnaciones), el peronismo (porque siempre el issue en los liberales es el peronismo) trama su demorada reconciliación con la democracia.

Acaso trame algo más fundamental: el registro de la oposición al kirchnerismo no como la “dictadura” sino como una derecha alfonsinizada, es decir, no procesista sino posprocesista. El acuerdo improbable pero muy real entre las misas de FAMUS y los festejos callejeros de la noche del domingo 30 de octubre de 1983. Ambos tenían por escenario, después de todo, a la avenida Santa Fe. El salvoconducto para actuar en democracia incluye el entendimiento con sus actos fundantes, aunque más no sea para no legitimar los real o imaginariamente refundantes. Acaso el populismo es también más tolerable cuando está en el pasado (tan en el pasado que su propia condición de populismo se borra) y no en el presente.

Ambos democratizantes (y en este caso, democratizante significa anacrónico y narcisista), Sarlo y el peronismo albertista celebran en el expediente ajeno el alfonsinismo propio. Lo cierto es que en el mercado de los temperamentos políticos, Alberto ha elegido la melancolía. Cuando Alberto declara que pensó que el anuncio de la expropiación de Vicentín sería seguido por la algarabía popular y se lamenta de que la dicha no haya inundado las calles del país, es más alfonsinista que nunca, aunque su tendencia sea a reconocer su alfonsinismo en otras cosas (incluso en las que no lo son). El alfonsinismo es una de las formas de la melancolización de la política.

La gran ventaja de la melancolización política es que ni siquiera requiere auténtica melancolía (política o de otro tipo). El alfonsinismo es, incluso, en todo lo que tiene de melancólico (aunque también en todo lo que no tiene), una melancolía de izquierda, y hasta una melancolía gramsciana (vide José Aricó). La melancolía de izquierda tiene un capítulo decisivo en el posalfonsinismo de Sarlo diciendo que está resignada a morir sin haber visto una socialdemocracia argentina. Otros creen que morirán sin haber visto liberalismo genuino o burguesía nacional auténtica. Dentro y fuera del peronismo, y con y sin el peronismo como determinación cultural “en última instancia”, el alfonsinismo de Alberto es visto como resignación anticipada, como pechofriísmo, como un “No te animás a despegar” (no en vano Piano Bar se publicó el primer año del gobierno de Alfonsín), pero nunca como amansadora.

“Amansadora” era el término que usaba la Juventud Peronista en los 80 para aludir al gobierno de Alfonsín. Ya no lo usa (ni la JP ni nadie en el peronismo). El alfonsinismo no amansador (pero amansado, repondría un neoalfonsinista, porque el alfonsinismo es común a “críticos” y criticados) es el Nestornauta “gramsciano” sin el fusil que Solano López dibujó en la espalda del original, el personaje de Oesterheld. Acaso pocas cosas como estas dos últimas acrediten que el alfonsinismo de Alberto (y el de todo el kirchnerismo) es cualquier cosa menos fingido.

* Docente y Lic. en Sociología UBA.

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